La carretera que recorre hacia el norte la distancia entre Sarajevo y Zenica discurre rodeada de colinas verdes y laderas salpicadas de casas con tejado pensados para la lluvia. Atravesando las fábricas y cementeras, se sigue el rastro del olor a acero para estar seguro de que se va en el camino correcto. Respirar hondo es morder un trozo de metal.
A medio camino, junto a la ciudad de Visoko, se levanta una pica contra el cielo. Un monte afilado en forma de triángulo y que tiene una historia que simboliza la estupidez humana pero sobre todo del esperpento al que puede llegar una política insensata y el caciquismo importado. Es la historia de las pirámides de Bosnia, que me contó Svjetlana en aquella carretera camino de Zenica.
En 2005, un empresario de la industria del metal, de origen estadounidense, se propuso demostrar algo al mundo: que aquellas montañas de Visoko eran en realidad pirámides construídas por la mano humana luego cubiertas por la naturaleza con el paso de los siglos. Lo llamó, siquiera antes de iniciar ninguna investigación arqueológica, “las pirámides bosnias”; a aquella pica que se levantaba contra el cielo a la vista de la carretera principal la llamó la Pirámide del Sol. También estaban la de la Luna o la del Dragón.
El empresario, Semir Osmanagić, tuvo apoyo político desde el principio y, con el tiempo, también autorización judicial para su locura. La sola idea de que en Bosnia hubiera una pirámide – como la de los mayas pero hecha por los illirios, se dijo; levantada 12.000 años antes de Cristo y mucho más alta que las Pirámides de Egipto – era demasiado seductora para los intereses locales como para que los indicios científicos la destrozaran. A las administraciones se le hizo la boca agua con la fama internacional que aquello les daría: “la madre de todas las pirámides”. La fundación montada por Osmanagić se ha llevado durante años millones de un presupuesto público muy maltrecho en una pequeña ciudad de un país con tasas de paro alrededor del 50% y reventado por una falsa recuperación social tras la guerra.
Las aproximaciones del empresario texano eran del todo menos rigurosas. Defendía que había que explorar la montaña para “romper la nube de energía negativa y permitir a la Tierra a recibir energía cósmica del centro de la galaxia”. Signifique eso lo que signifique.
La fundación excavó, con apoyo político y permiso judicial, “las pirámides bosnias” en busca de túneles y pasadizos. Lo único que consiguió fue destrozar los restos de la antigua ciudad que, esa sí, había existido sobre aquellas colinas. Los únicos túneles de las pirámides bosnias son los hechos con las máquinas y explosiones de Osmanagić. El enfado de la comunidad científica no detuvo que el proyecto recibiera dinero público. Todavía hoy, que el proyecto está ya totalmente desacreditado, Osmanagić se enriquece organizando excursiones y actividades escolares y de todo tipo para mostrar los descubrimientos no hechos. Una de las cosas que los niños visitan son unas inscripciones sobre la roca de una de las montañas, que según una extrabajadora fueron hechas por el equipo de Osmanagić.
Internet está lleno de teorías magufas sobre las pirámides de Bosnia. Para Svjetlana, que me contó esta historia en la carretera que va hacia el olor a metal, es el ejemplo perfecto de un país que aprieta los dientes desde que terminó la guerra y que lo sorporta casi todo por tal de que el status quo no se vea afectado.
Un movimiento de protesta en febrero de este año superó por primera vez el galimatías étnico que es Bosnia, en las instituciones y también en la sociedad civil. Hubo un destello de solidaridad popular que ahora tratan de avivar de nuevo, enfrascados en debates internos sobre las herramientas, el lenguaje y, sí, de nuevo lo étnico. A las fronteras conceptuales entre sindicalistas y posmodernos, matriarcas que pararon su fábrica y veteranos de guerra, quienes se definen de izquierdas y quienes huyen de ahí hay que añadir las que se alzan entre bosniacos, serbobosnios y bosniocroatas. La desconfianza que genera el miedo se respira, como se respira el metal en la carretera desde la que se ven las pirámides de Bosnia. Pero con un trago de agua se pasa.